En los versos de Melisa Nungaray –poeta precoz, como se podrá constatar más adelante, en su biografía– nuevamente emerge una indagación sobre la existencia pero para plantear una convivencia colectiva en la esfera espiritual. Se activa aquí la reflexión de un yo múltiple que late en comunión con otras almas pero también con divinidades naturales, por lo que sus versos rezuman un cierto panteísmo: hay almas “que siempre duermen al ritmo de mis latidos,/ pero a medianoche revelan cadenas repulsivas/que azotan mundos paralelos (…) me están vigilando miles de cuerpos/ que aluden al último alarido desnudo del instrumento histórico./ Vuelvo a dormir con el arsenal magnífico/ de la música onírica del violín buscando el grito colosal/ de palabras en cuatro cuerdas.” Su poesía incorpora alusiones a la topografía mexicana, parte de ella mítica, y es fértil en personificaciones y animizaciones para que el paisaje deje oír “el maullido de la flor” o pueda “desangrar el cascabel de la luna”. Nungaray incorpora elementos del mundo prehispánico como las menciones reiteradas a la serpiente o a la lluvia, convocando los efectos de la deidad mexica Tláloc, responsable de la estación lluviosa, o aludiendo tácitamente a Quetzalcóatl. “Una palabra, tu palabra, nuestra palabra,/ somos una lágrima de piedra ante el rostro de esmeraldas./ La lluvia de luz es la divinidad del reflejo,/ se abre y avanza al atavío del viento,/ flecha de serpiente,/ eufórico nudo del abismo extrae la chispa del respiro”. El rico despliegue imaginístico que se adivina en los versos de Nungaray nunca es costumbrismo ni pintoresquismo, ni aspiración al color local. Es una búsqueda heredera de la pulsión creacionista, hacedora de mundos, más afín al mandato del Non serviam huidobriano.
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