La vida de cada hombre es un misterio, 
como la tuya o la mía. Imagina
un palacete con una ventana abierta
sobre el lago de Ginebra. Allí, en la ventana,
los días cálidos y soleados, se ve a un hombre
tan enfrascado en su lectura que no levanta
la vista. Y si lo hace, marca la página
con el dedo, alza los ojos y cruza con la vista
el agua hasta Mont Blanc,
y más allá, hasta Selah, Washington,
donde está con una chica
y se emborracha por primera vez.
Lo último que recuerda, antes
de perder el conocimiento, es que ella le escupe.
Sigue bebiendo
y recibiendo escupitajos durante años.
Pero más de uno te diría
que el sufrimiento es bueno para el carácter.
Eres libre de creértelo o no.
En cualquier caso, el tipo vuelve
a su lectura y no se sentirá
culpable de que su madre
navegue a la deriva en su barca de tristeza,
ni piensa tampoco en los problemas
de sus hijos, que no tienen fin.
Tampoco intenta pensar
en la mujer de ojos claros a la que amó una vez
y desapareció en manos de la religión oriental.
Su dolor ya no tiene origen ni final.
Que venga alguien del palacete, o de Selah,
algún pariente de este hombre
que se sienta a leer todo el día junto a la ventana,
como el cuadro de un hombre leyendo.
Que se acerque el sol.
O que se acerque él mismo.
¿Qué demonios estará leyendo?  

*Traducción de Jaime Priede